Mar de Thalassery, Kerala






Más allá de Tellicherry, actualmente Thalassery, una playa deshabitada y sin nombre acaba, por la derecha, en un saliente rocoso. Por el lado opuesto la franja de costa se alarga hacia el infinito sur, recta como en un sueño, hasta donde se juntan las omnipresentes palmeras y el borrón claro de la lejanía oceánica. Enfrente, dos islotes con cofia de jungla resisten el embate de la brisa en medio del jade opalino del agua. Los hileros cercanos van diluyendo esta apariencia de sólido y, mediante amplios abanicos de olas que se entrecruzan, el agua se vuelve ya cristalina como en cualquier mar del mundo. Y como en cualquier playa del mundo, la arena  se bebe incansable todo el frescor del mar, todo el rumor del mar, todo el trabajo del mar.
     La mirada persigue esa agitación de las olas más allá del instante presente y enciende la fábula que sostiene el canto incesante de los mares desde hace cuatrocientos millones de años antes de reposar, enmudecida, dentro del silencio severo de la tierra.

 
Aquí, en esta soledad de la costa de Malabar,  me  desarma  una quietud que produce algo de ebriedad.
     Arriba, la escritura instantánea de las águilas de cabeza blanca se entrecruza con  la otra más alta de la luz y parece como si mi estatua,  increíble por efímera, perdiera tacto y adquiriese de golpe la transparencia  de las cosas que no se piensan a sí mismas;  pienso en la inconsistencia de mi circunstancia y me adhiero a esa burbuja que se expande creciendo fugaz pero pletórica hacia un afinamiento que es casi una extinción.  Siento que debo dar un paso, y morir.

     A escasos metros del agua, el infranqueable muro de vegetación arroja a las pupilas un brillantísimo verde, más vital aún que el del propio océano, y toda la desordenada inclinación de la selva despeinada se abalanza sobre la desmesura del mar. El empuje colosal de las mareas dispersa grandes rocas desgajadas de un vibrante color ladrillo y, de cerca, al abrigo de sus grietas, el nácar humedece el aire. A mis pies, diminutos cangrejos juegan a la vida entre miniaturas de ríos salados que retornan a la espuma.