ojos
que miran atónitos los canales donde
desaguan las acequias; decenas de manzanas de edificios sucios y medio
arruinados, vivos, habitados, decenas de miles de personas que cagan y mean
dentro y fuera de ellos; sueñan fuera y sueñan dentro; los arrugo mientras
camino, los aplasto y quedan como cuentos adheridos a los muros minerales y a
las moscas; devoro moscas de papel, papel de palabra, paredes de pensamiento
con la meada aún fresca, perfectamente ajustada a dos palmos por arriba del
ángulo recto que la acera ofrece a la mampostería, y aquí, perfectamente
visible y olorosa, la silueta de los pies de la
costumbre orinada, y allá la presencia
volatilizada del meador trascendental que se dibuja aún sobre el muro hecho
váter, figura hecha asana, alegoría de un paisaje hecho extravío de aguas
renales, elefante de calma que se alivia
toldos que fueron blancos exhiben
sarpullidos de moho guardando la memoria de años de necesidad, urgencia, lluvia
y gases; postes de madera colocados de forma caprichosa aguantan cabelleras
caóticas de hilos telefónicos; en primer plano un murete reventado impide que casi nadie caiga al canal que pasa
por debajo cargado de aguas grises, espesas, donde yacen enormes bloques de
hormigón tapizados por una gelatina gris mitad filamento mitad mucosidad en un
seísmo de aromáticos lustres pegajosos.
por el lado opuesto a Mahatma Gandhi Road,
visito las inmediaciones del templo Ganapathi; fe y limpieza; me toca el templo con su tristeza secular de religión vieja pero verdadera; leo cloak room and pay toilet en un gran cartel
blanquísimo en medio de la fachada este del templo, a la altura de la entrada,
a la altura de los ojos, a la altura de las miradasdivinas
varias decenas de peregrinos muy
coloridos entran y salen del templo troncopiramidal; miles de fragmentos
dorados revolotean vivos como pájaros inacabados al lado de vendedores limpios
armados con imaginarios mecanismos religiosos que accionan como organillos; y
en el aire, en ese aire se descomponen y recomponen diminutos espejismos que
son medias alas, libélulas inacabadas, hojas que el viento no se llevó nunca,
lágrimas que no tuvieron necesidad de
dolor alguno para derramarse, ínfimas lunas de pluma y azúcar, élitros
separados de sus ángeles, sonidos como tortugas que mueven sus patas boca
arriba
qué más; palabras también, que no encontraron
su narrador, palabras que se revuelven contra el censo del símbolo, sonidos
repetidos que pierden su genealogía y vuelan como armas o jaculatorias, mantras
sin madre, sin religión ni dioses ni magia, palabras que se acometen y se
fecundan, se insultan con ternura y se deshacen nada más ser miradas, brillos
de ocaso hechos con palabras suicidadas, semillas vibrando en el colector
nauseabundo de la santidad; cordones santos, moños, calderos de latón, afeites,
evacuaciones, dientes, celofán y fuego; escupen, se limpian, anudan sus lunghis, los desanudan, cantan, andan
desnudos, se sientan con una elegancia que envidio y que jamás será mía, beben
sus cenizas; creen y dan el mundo por estable; eso también lo envidio
las largas colas tenebrosas de
hombres esperando el turno para adquirir una botella de alcohol en los
establecimientos autorizados impresionan; en ese instante uno percibe una neblina de
desesperanza que sobrevuela esta ciudad; puede ser una sutil textura que la
lluvia, que ha caído durante todo el día, haya dejado flotar clandestinamente
en el aire; o tal vez algo más profundo que hace enfermar la luz humana a
medida que en la atardecida sus destellos bañan de caos todos los metales; sahumerios de humo y ruido
una vez más una marchitada línea de sol naranja mate curiosea infinitesimal y muere a
través de los párpados horizontales de las nubes dejando una póstuma pulsación
de oro decadente en los cristales de algún edificio y sobre las lunas de los
coches perdidos entre rickshaws negros y amarillos; Thiruvananthapuram bascula de la tarde a la
noche como si le hubiesen volcado encima una descomunal piedra negra; las luces
de los vehículos y de la publicidad se adueñan de la gran avenida con tanta
dulzura como de incertidumbre; ya no se
oyen los grajos como a la mañana pero el claxon es todopoderoso y, para quien
camina, las desigualdades de lo que deberían ser aceras peatonales se hacen
demasiado evidentes con tan poca luz; trastabillo, parpadeo, me adapto a una
noche repentinamente poblada y viva; la
tibieza del aire movido por los transeúntes me invita a quedarme en esta ciudad;
me juego la vida atravesando el asfalto entre autobuses ardorosos; Trivandrum
duele con olor de fritura y tengo hambre