Ojos transparentes (Fort Kochi, Kerala)



            



         
           Mi sombra sobre la pared en ruina se desliza en el atardecer  entre calles  de lienzos de estuco envejecido;  las pupilas se infiltran  buscando los signos de la mar de luz que rompe azul en las escamas del  muro desconchado, aquí;  allí los ojos transparentes estiran el tiempo ocre callado en arritmias de cal sucia.  
 
          Recorriendo  estas marcas de declive y desperfecto de muchas casas, el visor de la cámara fotográfica absorbe como un alimento espiritual cada centímetro cuadrado del pasado; se detiene ante el escombro insumiso de una pequeña ventana: el ojo ve la pintura blanca cuarteada del único postigo, los ángulos alterados de su estructura, el abandono  del hueco que sirvió­­— ¿a quién?—para mirar la calle, y a ésta para mirar adentro.  Entonces, desde el encuadre, cierro el instante del cuadrado digital y de rebote veo mi  sombra como  reverso de lo que pretendo ver. Esa duda de mí retorna al espejismo que había presentido: eres desde lo que tú ves.

         Palpo la filigrana de mi silueta roja —que es como abrir otra ventana en destrucción constante subiendo hacia el visor— y  en ella reconozco mis desconchados urgentes: mi figura en la calle india de  Fort Kochi pegada como un cartel efímero, el fútil afán de evaluar lo real mediante  el artilugio electrónico, la insustancial apetencia de conservar el beso texturado de la confusión. 

  
         Estoy ciego; solo me puedo ver desde el alero donde el viento y la lluvia han acumulado en las tejas un silencioso pulso rojinegro. En la penumbra, bajo las  trabajadas vigas centenarias, sobresale una estrella judía que ya solo es yeso abandonado a la especia y  a la salazón.  Mientras el obturador confirma  imágenes otros tactos vienen a ayudar al invidente: cierto poste de cemento rotundamente inclinado al que aligeran anchos orificios en un campo de grises secos anuncia  números pincelados de aullidos amarillos. Delante de los celajes de  antigua tierra emborronada  figuras de color de bronce oscuro se agitan en torno a un gran camión multicolor que festeja a  Sarasvati, la divina esposa de Brahmma.

       Hombres  de sombra vieja bajo cargas pesadas almacenan como insectos los aromas penetrantes de otros ultramares; una hilera caminante de  grandes sacos llenos  de tesoros pulverulentos y especiados se pierde en la penumbra de una angosta callejuela. Nubecillas de  polvo  recogen  en  sus vuelos la mentira de la luz y espejean sobre tendones mudos, y el oído atento oye las señales roncas del vientre de los barcos.