he adquirido la barca de Hassán; probablemente
he pagado cuatro o cinco veces lo que hubiera pagado un pescador local si no
más; en realidad son cuatro troncos redondeados bastamente, quizá a
fuerza de hachuela, unidos en forma de balsa por medio de cabos de fibra
de coco; otros dos pequeños leños transversales en proa y en popa ayudan a
mantener el conjunto con una vaga forma de navío de apenas veinte palmos de
eslora y unos tres o cuatro codos de manga, justo para estar de pie o, más
cómodo, de rodillas, remando cara al mar
qué sabe el mar de mí; probablemente lo que más prevalece de mi
sentimiento hacia este océano es una devoción temerosa; en realidad no necesito
el mar debajo de mis pasos, quiero decir este mar con nombre de lejanía ahora
pegado a la piel con su tenebroso desasosiego, sus corrientes traidoras y sus
largas olas a las que me será muy difícil acomodarme; lo que yo sé del mar es
que supone una inmensa sed para la mirada, y he dado a Hassán esas rupias a
cambio de un pequeño juguete, movido por la obsesión de que esta ingenuidad
puede saciar esa inclinación; unas monedas para seguir creyendo, pero por
medio de ese cordón umbilical que es la supuesta posesión de este artefacto me
siento más próximo a la propia playa; como si se hubiera reforzado la
pretensión de pertenecerle comienzo a ser rehén de estos troncos que
esperan tercamente la levedad diáfana del que ignora todo de sus gestos
cada mañana me siento en su proa y miramos la incerteza del agua;
aunque la balsa es pesada podría empujarla arena abajo y espantar las garcetas y,
bajo los vuelos de las rapaces, salpicarme de espuma y moverme hacia las
olas y remar de rodillas hacia allí
digo miramos porque la barca es mi testigo como lo es la playa
de Maravanthe entera; los tres miramos juntos el desplome de las
cabelleras de espuma, los tres oímos la calma entereza de la arena bajo el
pulso redoblado del oleaje: los tres exigimos la claridad máxima que arde
desfigurada en el aire
los pesados maderos atados van flotando hasta que no pueden más; un
remo que no es sino un trozo de bambú grueso cortado longitudinalmente me ayuda
en la ardua tarea de desplazar la madera emborrachada de agua salada; como
estoy solo dependo de la marea para subir el artefacto por la arena y cuando
salgo paso largas horas impregnado yo mismo de la redondez casi femenina de las
formas plenas de la balsa que son la representación de todo lo que
existe, el círculo y la esfera, la elipse, la blancura ingenua de los troncos
brillando salpicados por el agua espesa que golpea mis rodillas y sube por los
muslos y vuelve a huir por la hendidura formada por la unión de los
trozos atados
luego gozo del lento volver desde el mar hasta la línea
de las palmeras aprovechando el empuje de la espuma, tratando de que el
artilugio no se atraviese, gozo del rudo contacto con la fuerte pendiente de
arena, el desollarme las manos con los cabos ásperos oyendo el eco de amor
insonoro de la más deliciosa soledad en el esfuerzo; las frágiles y
esbeltas garcetas níveas que buscan su pitanza se mantienen prudentemente a
diez pasos; ligerísimos pajarillos blancos y grises, anodinos al lado de las
otras aves parecen casi ilusorios por su mimetismo con la espuma y corretean
más lejos; no hay aves altas hoy porque no hay pescado, solo un cielo brusco
como un trueno de color azul atestigua del hundimiento de mis pies en esta
arena negra de cuarzos y restos de granito; el reflujo del agua clava aún más profundamente mi esfuerzo; la cosa flotante queda absolutamente inmóvil
como un bruto testarudo que se niega a subir; hoy es más difícil, las ampollas
y la carne viva aún estaban ahí al volver
a veces me ayuda Sunil; pero como ni entre los dos podemos hacer otra
cosa que no sea varar los troncos un par de metros arriba con ayuda del mar, el
azar a veces reúne más brazos y la balsa descansa casi en seco; ahí la dejo
varios días hasta que el sol la blanquea y la calcina dejándola algo más
ligera; luego espero la pleamar para volver a ponerla a flote
los rostros de los que me ayudan enarbolan una seriedad
irónica: las pupilas negras me juzgan loco, pero admiten mi presencia como se
admitiría un animal doméstico que no siendo dañino ni tampoco útil se
deja observar por sus miradas con dosis crecientes de curiosidad no exenta de
recelo, y esto rompe la rutina; tal vez les divierte; quien se acerca más es para pedir tabaco; la ropa bastante usada que me viste trata de liberarme de cierto
estereotipo, y al loco ya no se le pide dinero desde hace días
miran de reojo mi mano derecha
Sunil y Hassán sondean mis ojos; abro las manos ampolladas para sus
pupilas negras y sonrío a sus dientes feroces, dispares, mal cuidados; Sunil,
el negro jaspeado, ya tiene edad suficiente y sufre estrabismo y vitíligo
pero moviendo lateralmente la cabeza su ojo torcido gira al infinito, paternalmente alarmado: abro la mano, me arranco los dedos y los volteo
al aire: para los pájaros, las águilas doradas, los halcones y los pececillos
que mueren en las redes; yo también muero y el ríe con la pantomima
abrirás tu mano, di que la abrirás
el lento suceder de los días no cura otras heridas
que las de la piel y doy por buenas las caminatas—o debería escribir aquí la
acumulación de pasos, la coreografía de un deambular blanco, sin sueño, sujeto
a la pulsación sin tregua del océano; desde la cabaña, casi a pie de espuma,
siento el oleaje más que oírlo como otro corazón que me delata
vuelve a llover corto y fuerte de nuevo; son los últimos empujes de
un monzón que se va desvaneciendo cada día que pasa
la marea deposita amplios charcos de agua sobre la honestidad
callada de la arena; Maravanthe descansa mirando troceada hacia arriba,
elevando el vuelo traslúcido de lo quieto y líquido como cuerpo de un altiplano
de arena que se ofreciera al errar cándido de las nubes; y esas huellas
pesadas, cargadas del resol de mis huesos me llevan hacia el manojo de mis
rostros cada uno en su hoyo, y cada página de agua, pequeña o grande, acopla
deshonestamente la imagen demolida de lo que creo ser, un afán al filo del agua
atravesado por el andar del cielo; a cada charco un rostro con la aureola
despeinada de un regreso: el verse
había roto espejos, descensado los rasgos, confundido los trazos,
precipitado el tiempo, mas el ser se recobra como un hierro retorcido que sin
sonar reinicia uno a uno los ritos y los nudos, las aristas, las
moléculas torcidas de la duda; es ese mismo tiempo que regresa, la misma
zancada que enterraste con la vana intención de caminar más leve la llevas en
tu rostro sin nombrarla, te la escribe la arena, la marea, tus pasos repitiendo
el ritual insonoro de la burla
el cielo excava en tu sombra para desenterrarte, ya no hay paz bajo la sombra de haber sido, de mugir como el buey, de haber deseado enloquecido el cuerpo de los otros, de creer que tu mirada acechando la lluvia era un errar inmune bajo la fútil argucia de intentarte transitorio
el cielo excava en tu sombra para desenterrarte, ya no hay paz bajo la sombra de haber sido, de mugir como el buey, de haber deseado enloquecido el cuerpo de los otros, de creer que tu mirada acechando la lluvia era un errar inmune bajo la fútil argucia de intentarte transitorio