Maravanthe (2), Karnataka, India





   




    he adquirido la barca de  Hassán; probablemente he pagado cuatro o cinco veces lo que hubiera pagado un pescador local si no más;  en realidad son cuatro troncos redondeados bastamente, quizá  a fuerza de  hachuela, unidos en forma de balsa por medio de cabos de fibra de coco; otros dos pequeños leños transversales en proa y en popa ayudan a mantener el conjunto con una vaga forma de navío de apenas veinte palmos de eslora y unos tres o cuatro codos de manga, justo para estar de pie o, más cómodo, de rodillas, remando cara al mar


    qué sabe el mar de mí; probablemente lo que más prevalece de mi sentimiento hacia este océano es una devoción temerosa; en realidad no necesito el mar debajo de mis pasos, quiero decir este mar con nombre de lejanía ahora pegado a la piel con su tenebroso desasosiego, sus corrientes traidoras y sus largas olas a las que me será muy difícil acomodarme; lo que yo sé del mar es que supone una inmensa sed para la mirada, y he dado a Hassán esas rupias a cambio de un pequeño juguete, movido por la obsesión de que esta ingenuidad puede saciar esa inclinación;  unas monedas para seguir creyendo, pero por medio de ese cordón umbilical que es la supuesta posesión de este artefacto me siento más próximo a la propia playa; como si se hubiera reforzado la pretensión de pertenecerle comienzo a ser rehén de estos troncos que esperan tercamente la levedad diáfana del que ignora todo de sus gestos



 cada mañana me siento en su proa y miramos la incerteza del agua; aunque la balsa es pesada podría  empujarla arena abajo y espantar las garcetas y, bajo los vuelos  de las rapaces, salpicarme de espuma y moverme hacia las olas y remar de rodillas hacia allí


 digo miramos porque la barca es mi testigo como lo es la playa de Maravanthe entera; los tres miramos juntos el desplome de las cabelleras de espuma, los tres oímos la calma entereza de la arena bajo el pulso redoblado del oleaje: los tres exigimos la claridad máxima que arde desfigurada en el aire


 los pesados maderos atados van flotando hasta que no pueden más; un remo que no es sino un trozo de bambú grueso cortado longitudinalmente me ayuda en la ardua tarea de desplazar la madera emborrachada de agua salada; como estoy solo dependo de la marea para subir el artefacto por la arena y cuando salgo paso largas horas impregnado yo mismo de la redondez casi femenina de las formas plenas de la balsa que son la representación de todo lo que existe, el círculo y la esfera, la elipse, la blancura ingenua de los troncos brillando salpicados por el agua espesa que golpea mis rodillas y sube por los muslos y vuelve a huir  por la hendidura formada por la unión de los trozos atados


    luego gozo del lento volver desde el mar hasta la línea de las palmeras aprovechando el empuje de la espuma, tratando de que  el artilugio no se atraviese, gozo del rudo contacto con la fuerte pendiente de arena, el desollarme las manos con los cabos ásperos oyendo el eco de amor insonoro de la más deliciosa soledad en el esfuerzo;  las frágiles y esbeltas garcetas níveas que buscan su pitanza se mantienen prudentemente a diez pasos; ligerísimos pajarillos blancos y grises, anodinos al lado de las otras aves parecen casi ilusorios por su mimetismo con la espuma y corretean más lejos; no hay aves altas hoy porque no hay pescado, solo un cielo brusco como un trueno de color azul atestigua del hundimiento de mis pies en esta arena negra de cuarzos y restos  de granito; el reflujo del agua clava aún más profundamente mi esfuerzo; la cosa flotante queda absolutamente inmóvil como un bruto testarudo que se niega a subir; hoy es más difícil, las ampollas y la carne viva aún estaban ahí al volver

 a veces me ayuda Sunil; pero como ni entre los dos podemos hacer otra cosa que no sea varar los troncos un par de metros arriba con ayuda del mar, el azar a veces reúne más brazos y la balsa descansa casi en seco; ahí la dejo varios días hasta que el sol la blanquea y la calcina dejándola algo más ligera; luego espero la pleamar para volver a ponerla a flote


 los rostros  de los que me ayudan enarbolan una seriedad irónica: las pupilas negras me juzgan loco, pero admiten mi presencia como se admitiría un animal doméstico que no siendo dañino ni tampoco útil se deja observar por sus miradas con dosis crecientes de curiosidad no exenta de recelo, y esto rompe la rutina; tal vez les divierte; quien se acerca más es para pedir tabaco; la ropa bastante usada que me viste trata de liberarme de cierto estereotipo, y al loco ya no se le pide dinero desde hace días


 miran de reojo mi mano derecha


  Sunil y Hassán sondean mis ojos; abro las manos ampolladas para sus pupilas negras y sonrío a sus dientes feroces, dispares, mal cuidados; Sunil, el negro jaspeado, ya tiene edad suficiente y sufre estrabismo y vitíligo  pero moviendo lateralmente la cabeza su ojo torcido gira al infinito, paternalmente alarmado: abro la mano, me arranco los dedos y los volteo al aire: para los pájaros, las águilas doradas, los halcones y los pececillos que mueren en las redes; yo también muero y el ríe con la pantomima


 abrirás tu mano, di que la abrirás


     el lento suceder de los días no cura otras heridas que las de la piel y doy por buenas las caminatas—o debería escribir aquí la acumulación de pasos, la coreografía de un deambular blanco, sin sueño, sujeto a la pulsación sin tregua del océano; desde la cabaña, casi a pie de espuma, siento el oleaje más que oírlo como otro corazón que me delata


 vuelve a llover corto y fuerte de nuevo; son los últimos empujes de un monzón que se va desvaneciendo cada día que pasa



    la marea deposita amplios charcos de agua sobre la honestidad callada de la arena; Maravanthe descansa mirando troceada hacia arriba, elevando el vuelo traslúcido de lo quieto y líquido como cuerpo de un altiplano de arena que se ofreciera al errar cándido de las nubes; y esas huellas pesadas, cargadas del resol de mis huesos me llevan hacia el manojo de mis rostros cada uno en su hoyo, y cada página de agua, pequeña o grande, acopla deshonestamente la imagen demolida de lo que creo ser, un afán al filo del agua atravesado por el andar del cielo; a cada charco un rostro con la aureola despeinada de un regreso: el verse
 
  había roto espejos, descensado los rasgos, confundido los trazos, precipitado el tiempo, mas el ser se recobra como un hierro retorcido que sin sonar reinicia uno a uno los ritos y los nudos,  las aristas, las moléculas torcidas de la duda; es ese mismo tiempo que regresa, la misma zancada que enterraste con la vana intención de caminar más leve la llevas en tu rostro sin nombrarla, te la escribe la arena, la marea, tus pasos repitiendo el ritual insonoro de la burla 

 el cielo excava en tu sombra para desenterrarte, ya no hay paz bajo la sombra de haber sido, de mugir como el buey, de haber deseado enloquecido el cuerpo de los otros, de creer que tu mirada acechando la lluvia era un errar inmune bajo la fútil argucia de intentarte transitorio