Breves minutos en Alfama (Lisboa)





    
     
    
   Ningún sitio mejor para vivir que un lugar amablemente tibio, con sus dos o tres días nublados y algo de lluvia fina como un vello de soledad  sobre los hombros del posible abrigo de lana oscura. Ningún suelo más adecuado que un pavimento irregular de adoquines de caliza clara bajo la intemperie. Hay suelos que acarician los ojos con el reflejo del cielo y nos hacen algo más resbaladizos, cualidad necesaria para no engancharse en los anzuelos de  la vida misma. Como la vida misma invento pacíficas pero tortuosas calles empinadas que condujeran los pasos a lugares con nombre pero sin salida, o a innumerables callejones que, aburridos de su doméstica realidad, terminaran—ellos también—soñándose  clandestinos atajos para acceder a otro mundo adonde solo se entra dibujando previamente una puerta en cualquier muro con un trazo de tiza. Sin embargo, con sueños o sin ellos—por qué siempre deberíamos tenerlos—, alzo la mirada hasta los tejados y  la dejo perderse en ese cielo anubarrado cuya fidelidad perruna viste los huesos de estas callejuelas.  Encuentro hermoso este deambular entre paredes que casi tocaría con las manos si extendiera los brazos. A esta angostura la empapa una luz húmeda y ancha que se cuela en pequeños portales, gotea de ropas tendidas las mañanas y hiere amablemente los ojos, incluso los días sin sol. Cómo no defender un silencio que apuntalan las conversaciones de los habitantes, esos pequeños ronroneos salpicados por algún grito discreto, o el gato multicolor que me sosiega, acurrucado y contemplativo, viéndome pasar por delante de su territorio. Puedo admitir alguna silueta en contraluz de vez en cuando, siempre que se moviera con la cautela suficiente como para seguir siendo humana. De cualquier forma, en esas añejas callejuelas nadie iría con prisas pues lo necesario estaría cercano, sería pequeño y de tiento amigable. Lo demuestra este aroma de peces ensartados sobre el lomo del fuego que se difunde en el aire e invita al calor de un rincón sencillo.

  
 Un hombre va, abrigado, caminando solo, tal vez ataviado con un sombrero y las manos refugiadas en los bolsillos, él mismo un poco entibiado pero con la cordura de considerar el  atrevimiento del clima como necesario al fraguado del ojo, tal como es indispensable en ese rodar de sensaciones que le habitan;  evitando pensar, que es darse toda la oportunidad de ser. Porque no, un hombre que va depositando su mirada sobre las cosas con la delicadeza de la nieve sosegada y va dejándose empapar a su vez por ellas ya no permanece en el ámbito del pensamiento: es; en un registro distinto claro está, en la misma categoría que las sombras o los ruidos. Y qué son las cosas. Lo que desborda de sus zapatos mojados,  el aire oscuro y cargado de historias en los pequeños portales, el café con dos sillas de plástico amarillo, ese pan efímero que aún nadie ha comprado y que dormita esperanzado tras el vidrio austero del obrador; la luz que se creyó ceniza especiando la pequeña tienda, o esa joven enferma de teléfono móvil apoyada en la puerta. Las cosas son tan leves para un hombre anfibio que lo que siente adquiere la cualidad de ingrávido, en estrecho amancebamiento con la llovizna y el sodio lento del mar que todo lo invade. Lo importante es su caminar, lo accesorio es hacia dónde, aunque eventualmente toma cuidado de pisar firme y alargar el paso o saltar oblicuo para evitar los charcos.

 Doblando recodos y bajando, salvando siempre grandes escalones, se sale del laberinto de calles; se sale al río que, de  tan increíble, sabemos que es ya el mar, que es —lo repito—, donde se llega siempre. 

Yo llego siempre a preguntar por mí.



    Y aquí no hay historias personajes, tramas o intrigas. No, aquí no queda nada de eso; quemados los amores, disueltos los diálogos, dispersos los nombres de los otros que acaso fui, solo quedan los pasos. Sí, quedan  restos en algún fragmento pegado en algún muro envejecido, pero no quiero arrancar esas adherencias, todas las figuras que considero humanas, el patrón portugués de acero bruñido teñido de tabaco que toma nota de mi plato de bacalao a la brasa, la anciana de huesos picassianos recuadrando su vestido rosa que, con bastón terco y veterana bolsa azul vuelve de compras y sube despaciosamente la ancha escalinata, la sonrisa pícara del niño lisboeta que ha juzgado al turista; la pareja habladora del rincón, madre e hija, veladas por un aliento torrencial de plata atardecida sorbiendo lustrosos caracoles, o las frágiles sillas de aluminio sobre las que nadie se sienta como por temor a que se derrumbe el orden establecido; la abuela que en la calle instruye amorosamente al loro verde enjaulado. Todo es humano más allá de su forma y naturaleza, puesto que habita miradas humanas.  Más lejos aún, en el futuro de las Indias verdaderas, cuán portuguesas aún algunas de ellas,  sus habitantes, sus hijos, sus familias a quienes aún no conozco, y todos los pescadores, brahmanes, chóferes, mujeres con velo o con sari, sin velo y sin sari, niños de hueso brillante con quehaceres de adulto; siempre figuras más que personas —eso ya se supone— que  como es sabido las figuras no tienen historias largas, solo actitudes y ejemplos, como mucho un corto cuento; al fin y al cabo son inhábiles garabatos, aunque a veces surja un nombre desprendido de su entorno: es una excepción y sirve, pero no ata la memoria. 


Por lo tanto sigo saltando sobre algún charco donde platea el don frío de la vida vespertina y giro bajando a mi cuerpo así, medio a la carrera, alegre, hacia ese ocaso que  me perderé seguramente por haber alimentado mi corazón algunos minutos más de lo debido en el barrio de Alfama. Porque ahora tenemos todos, hasta los más humildes, monederos de tiempo con la cantidad exacta de centavos cuyo valor perdemos por no usarlos; tal vez no sirva para nada apresurarse porque ya no veré ese sol poniente a causa de las nubes que también son otro don del cielo y que medran a menudo, oportunas, entre el final del mar y el inicio del ver.


Maravanthe (3) Karnataka, India



     



       podría ser hoy cuando duermo despierto pensando en las raicillas de este sueño que cuelga del calor; entra con la luz por la espada baja de la puerta entreabierta; entra por mis ojos dormidos; cuelga mi sueño como un cielo sucio de gotas dispuestas a caer sobre mi bulto; son dedos diamantes henchidos de las reses brunas de Hassán; veo en cada gota un paisaje de cuernos, veo en cada sueño las múltiples batallas de los ojos bovinos, su avance de pezuñas tranquilas bajo el hangar del sol; sueño con sus miradas tiernas y negras, donde el día se hunde sin poder salir nunca

      de cada raicilla de sur que pende de mi techo brota la misma cornamenta: en su centro ceremonioso cabe Maravanthe entera; la frente del buey es la frente de arena; su lomo adornado de heridas soporta las cuatro esquinas del mundo y las ubres de las vacas lo contienen todo; y todo lo lamen, mansos, los terneros

       en cada gota de mi sueño habita la misma geometría humana de Hassán: trazo exiguo, moreno, vertical, como una delgada hierba oscura con brazos y piernas de petroglifo armado de un palito fino; el calor desdobla esta silueta y la evapora; para evitarlo el niño, casi desnudo, hace flamear sobre su cabeza tostada un cuadrado de tela roja estampada con tortugas negras; en cada gota de mi sueño veo la filigrana de sus brazos sostener perseverante la sombra de las tortugas que la playa quema sin descanso

   todo ello zarpa del techo silencioso que pende, parado y pétreo, sobre el cuerpo que busca a tientas ser al menos como el niño, dormir acurrucado en ecuaciones de carbón antiguo, adherido a las  paredes diurnas de un territorio que yo pueda tocar con otros sentidos que no sean el mantra falso de los dedos

   se desprende el mar en ondas de silencio, si es silencio esta reconciliación del hombre con su tiniebla, si es silencio la terca simetría del agua hiriéndose de sal desplomada seguida de otro intento de permanecer muda, desunida en su seno para volver enhiesta y atravesada de luz y de esmeraldas y caer reventada e incansable en los ojos arenosos de bueyes y tortugas

   si es silencio este cuerpo que así duerme, si es silencio afuera en girasoles ciegos y arrozales que piensan acuarelas, entonces qué es esa mano de impalpable mujer que me respira, la muchacha de conchas con su crecer de carne, con su nacer elemental de línea entusiasmada, llamarada de rojo y azafrán de su cadera de ídolo; su cabello callado de redondas estrellas

   ayer supe sus nombres de cera y de rocío, los nombres de sus labios que son todos los nombres, sílabas que callaba, ayer supe sus ojos, pasos de tinta negra, cascabel de tobillos y sus dientes de hierba, su esplendor inclinado, su sonrisa de viento y su bolsa de plástico repleta de alimentos que le entrega la arena

 hoy me sueñan sus manos debajo del asbesto, sus pendientes de tribu, su voz que ayer significaba mundo, signo, danza, vientre, abalorios, hoy solo son sus dedos que flotan como letras de geranios negros y nácares  abiertos

   hundo la mirada en el trazo de sol adherido sobre la madera seca de la puerta que juega enamorado a detener el tiempo, hundo los ojos en esa isla geométrica y mate de una luz que ciega; mis pupilas persiguen esas vetas diezmadas de infinito, y leo los radios de las ruedas quemadas de mis pasos, la fábula de las fosas nasales acechando la dilatación imperceptible del respiro, me leo a mí, asombrado como una llama clara 

   la ínfima porción de arena que percibo, el sello de la playa que me espera afuera, que es semilla de llanura errante, de impalpable vagar y vagar por su relámpago

    afuera están muriéndose los dioses que lo nombraron todo, se mueren absorbiendo todos aquellos signos de la vida: mi brazo derecho inmóvil sobre el pantalón arrugado  desfigurando el muslo; cada arruga dura esconde un dios muriendo; el sudor de la nuca en la almohada mugrienta exhala palomas que acechan unas manos maduras que no saben ser aire

 los pies que duermen, tan extraños a su perpleja finalidad de recorrerme; la honda burbuja del vientre y su temor dócil

  ahí afuera de la puerta  mueren ahítos todos los dioses de saberse inventores de todo lo que existe, ahogados de contenerlo todo en sus colores y estridencias, de oír en cada una de las moscas la oración de los lodos; y en sus muertes cruzan el tiemblo de los tambores blandos y el chirriar de trompetas y abluciones de agua negra, hasta que el día deja de latir estrellado en la puerta

  la flor roja en su ausencia; el tejido enmarañado de ramaje seco que adelgaza el aire áspero que la envuelve; las raíces revueltas, detenidas, que sostienen su luz; la costra quebradiza disolviéndose al sol que vuelve en un bucle de llama sobre sus pétalos; los pasos intermitentes del insecto negro como un abrazo de metal punzado

 la flor roja ausente, el mineral alado de mi sombra para diezmar los ojos, orificios de flauta que surgen en la certeza de este resistir de la mirada

 Hassán, el niño que tiembla en las capas del calor que sostengo en los párpados, guía la mancha voluminosa del búfalo sujeto por el hocico; el animal aplasta su cabeza,   dócil ante el hipnótico existir del amo,  y su alma sigue pacífica, enhebrada al  cordel flojo y la mano del niño, y fluctúa en una mansedumbre negra justo debajo del sol, con una leve oscilación de sus cuernos monstruosos; el pincel hirsuto de su órgano genital cabecea y hiende el aire, amoroso y muerto

Hassán me saluda, pétreo como carbón húmedo, a través de la imposible luz múltiple; mi brazo alzado se extravía a su vez sobre el cielo del niño ausente; soy yo el espejismo que la playa aletea para sus ojos