Thiruvanantapuram (1) Trivandrum, Kerala



              


  
 
      A medida que camino voy tachando palabras. Una lluvia fina cae sobre Trivandrum y me va mojando el papel, lo deshace y lo veo trasformado en una nube de confetis donde se debaten las minúsculas partículas de mis pasos.
    Sobre toda la anchura de la ciudad hierve un cielo gris revuelto en el que se entreveran finas líneas de mármol rosa impoluto y quimérico. En realidad hace mucho calor. El suficiente como para no saber si mi camisa se pega a la espalda porque está mojada por el sudor de la mochila o simplemente porque la lluvia me va empapando. Como de golpe, en una pantomima general, han surgido los paraguas negros bajo los que se ocultan las mismas camisas, los mismos saris, los mismos vaqueros baratos o los pantalones oscuros bien planchados tan queridos por los keralitas urbanos. Otros viandantes se refugian bajo los aleros, corren de uno a otro o se apartan de la trayectoria de los vehículos que pasan sobre la calle embarrada.

   La  tremenda mole de la catedral blanca de Sant Joseph con su Jesús gigante y dorado que bendice con sus dos brazos alzados cada uno de mis pasos se refleja en  los charcos.  De los autobuses escolares que pasan repletos de niños,  una sola mirada brota asombrada y divertida desde una ventanilla: “he visto a un extraño, piensa el niño; un western multicolor; flotaba.”
   Muchos malayalís simplemente esperan cobijados donde pueden y cuando paso sin paraguas y sin prisa, con el cabello medio largo mojado y pegado al cráneo, me miran. Entonces me miro yo a través de tantos otros ojos, me sigo y me pierdo cruce tras cruce, asciendo—puesto que floto—y recorro algunas de las  colinas de la ciudad, y al subir y al bajar las cuestas aprendo que solo soy una página rota y mojada que se fragmenta; aprendo que estoy vivo cuando, sin detener mi paso, amarro los ojos a otros ojos, los deslizo con la dulzura de  un bienaventurado por las carrocerías lustrosas de los coches; estoy bien, mis chancletas de espuma a veces se quedan pegadas al pavimento, mis oídos ceden maravillados al estallido sonoro del tráfico, penetrado por todos los poros por esta urbe inundada bebo del agua de los charcos y canto por las pupilas porque me veo como un rumor que se recorre a sí mismo, hecho alegría y búsqueda de no sé qué lluvias tropicales. Aquí  tengo ese sueño, mi trópico, mi lluvia, mis pasos, mi imagen mojada que va perteneciendo a otras miradas, patrimonio de otras existencias; ahí, el que anda. ¿Lo ves? No se detiene. Es viento, oquedad de concha, tren que pasa, espumas que imagino. Mar que suena.
     En ese territorio inexplorado, ilegible e impreciso donde vibran  enamoradas y locas las moléculas de los  gases de escape, mis pasos me alejan de mí y me dejan un recuerdo de muros adornados por un sinfín de carteles de papel —muchos de  oportuna agitación política— que forman una incongruente amalgama de fábulas vivas y muertas, adheridas entre sí formando  espesos collages que son síntoma de una sociedad frenética pero pacífica y alerta. Llueve sobre todo esto, como si no hubiera cesado de llover nunca y cada rostro y cada afán fueran el producto de diferentes mohos y florecimientos extraños. Crece la ciudad  a pesar de sus calles que ya son riachuelos y lagunas de agua amarronada. Algunos vehículos levantan olas. La inclemencia del cielo me obliga a refugiarme en un sitio internet donde trato de no inundar los viejos equipos. Muchos han hecho igual y en la atmósfera lóbrega, de los nichos minúsculos de cada intimidad electrónica sube una emanación neblinosa y cálida que emborrona los rostros, todos  varones, silenciosos, ovinos.
   Tarda en cesar de llover, pero ya no se escucha el repiqueteo del chubasco sobre la techumbre.
   Salgo; aún truena.
   Vuelvo a flotar en esa tormenta que ya no me pertenece, recorro calles que fueron intentos de calles, recodos en los que pueden aparecer  otros intentos de recodos  llenos a su vez de ensayos de rostros que se borran y vuelven a rehacerse; reconstruyo la conciencia de ese perro de pelo blanco y escaso, mojado, esquelético, sucio y lleno de parásitos que cruza la calle hacia el hombre sentado con sus dos docenas de bocales de plástico llenos de encurtidos y su carretón viejo con sus ruedas de bicicleta que curiosamente me recuerda no sé qué objeto votivo de alguna edad pretérita. 
El perro arroja su conciencia de ser vivo calle abajo y se aviene a ocupar un lugar en mi capricho. Lo sigo con la mirada. Lo ato al carretón de encurtidos y a sus ruedas descomunales; obtengo el dios perro tirando del carro e imagino el bronce, el oro, el hierro con los que construiré el objeto. Sobre el carromato se yergue la lluvia bienhechora bajo forma de cuatro diosas que afianzan su mirada mojada en otras tantas nubes fundamentales; o son cuatro vacas las figuras que arrastra el animal miserable que ennoblezco fundiéndolo con metal divino en mi mente infernal. Lo veo rodar calle abajo, hambriento, con su delgadísima  piel mortificada, lejos de mi fantasía,  hecho rastro confuso de dolor de ser perro, de estar ahí respirando menos, viviendo menos, esperando menos. Aullido de dientes, olores, ruidos, garrapatas, moscas, gusanos en su interior; perro perdido en las diez mil ciudades donde nadie sabe si vive su karma desgraciado o si la ciudad entera, con extraño flotante incluido, vive el suyo en el nebuloso ladrido al final de esta cuesta, al final de la otra o de la otra, y así hasta siete, que son siete  las colinas de esta ciudad, enhebradas por la aguja del secreto negro de los cuervos.
    Ya no está. La esquina lo absorbe y lo oculta; ha dejado de existir. El perro dios que arrastraba su carroza de pedrerías ha durado el tiempo de doblar la esquina. Y la deidad extinta se eleva en copos de una niebla que asciende fantasmagórica desde la tierra asfaltada para perderse en un cielo urbano pesado y sin promesas.
   Finalmente veo la gran avenida de Mahatma Gandhi, ondulándose eterna hacia el sur, y las jorobas grises del pavimento subiendo y bajando entre eclipses de lluvia, cláxones  y humo.