A medida que
camino voy tachando palabras. Una lluvia fina cae sobre Trivandrum y me va
mojando el papel, lo deshace y lo veo trasformado en una nube de confetis donde
se debaten las minúsculas partículas de mis pasos.
Sobre toda la anchura de la ciudad hierve un
cielo gris revuelto en el que se entreveran finas líneas de mármol rosa
impoluto y quimérico. En realidad hace mucho calor. El suficiente como para no
saber si mi camisa se pega a la espalda porque está mojada por el sudor de la
mochila o simplemente porque la lluvia me va empapando. Como de golpe, en una
pantomima general, han surgido los paraguas negros bajo los que se ocultan las
mismas camisas, los mismos saris, los mismos vaqueros baratos o los pantalones
oscuros bien planchados tan queridos por los keralitas urbanos. Otros viandantes se refugian bajo los aleros,
corren de uno a otro o se apartan de la trayectoria de los vehículos que pasan
sobre la calle embarrada.
La tremenda mole de la catedral blanca de Sant
Joseph con su Jesús gigante y dorado que bendice con sus dos brazos alzados
cada uno de mis pasos se refleja en los
charcos. De los autobuses escolares que
pasan repletos de niños, una sola mirada
brota asombrada y divertida desde una ventanilla: “he visto a un extraño,
piensa el niño; un western multicolor;
flotaba.”
Muchos malayalís
simplemente esperan cobijados donde pueden y cuando paso sin paraguas y sin
prisa, con el cabello medio largo mojado y pegado al cráneo, me miran. Entonces
me miro yo a través de tantos otros ojos, me sigo y me pierdo cruce tras cruce,
asciendo—puesto que floto—y recorro algunas de las colinas de la ciudad, y al subir y al bajar
las cuestas aprendo que solo soy una página rota y mojada que se fragmenta;
aprendo que estoy vivo cuando, sin detener mi paso, amarro los ojos a otros
ojos, los deslizo con la dulzura de un bienaventurado
por las carrocerías lustrosas de los coches; estoy bien, mis chancletas de
espuma a veces se quedan pegadas al pavimento, mis oídos ceden maravillados al
estallido sonoro del tráfico, penetrado por todos los poros por esta urbe
inundada bebo del agua de los charcos y canto por las pupilas porque me veo
como un rumor que se recorre a sí mismo, hecho alegría y búsqueda de no sé qué
lluvias tropicales. Aquí tengo ese sueño,
mi trópico, mi lluvia, mis pasos, mi imagen mojada que va perteneciendo a otras
miradas, patrimonio de otras existencias; ahí, el que anda. ¿Lo ves? No se
detiene. Es viento, oquedad de concha, tren que pasa, espumas que imagino. Mar
que suena.
En ese territorio inexplorado, ilegible e
impreciso donde vibran enamoradas y locas
las moléculas de los gases de escape,
mis pasos me alejan de mí y me dejan un recuerdo de muros adornados por un
sinfín de carteles de papel —muchos de oportuna agitación política— que forman una incongruente
amalgama de fábulas vivas y muertas, adheridas entre sí formando espesos collages que son síntoma de una
sociedad frenética pero pacífica y alerta. Llueve sobre todo esto, como si no
hubiera cesado de llover nunca y cada rostro y cada afán fueran el producto de
diferentes mohos y florecimientos extraños. Crece la ciudad a pesar de sus calles que ya son riachuelos y
lagunas de agua amarronada. Algunos vehículos levantan olas. La inclemencia del
cielo me obliga a refugiarme en un sitio internet donde trato de no inundar los
viejos equipos. Muchos han hecho igual y en la atmósfera lóbrega, de los nichos
minúsculos de cada intimidad electrónica sube una emanación neblinosa y cálida que
emborrona los rostros, todos varones,
silenciosos, ovinos.
Tarda en cesar de llover, pero ya no se
escucha el repiqueteo del chubasco sobre la techumbre.
Salgo; aún truena.
Vuelvo a flotar en esa tormenta que ya no me
pertenece, recorro calles que fueron intentos de calles, recodos en los que
pueden aparecer otros intentos de recodos llenos a su vez de ensayos de rostros que se
borran y vuelven a rehacerse; reconstruyo la conciencia de ese perro de pelo blanco y escaso, mojado, esquelético, sucio y lleno de parásitos que cruza la
calle hacia el hombre sentado con sus dos docenas de bocales de plástico llenos
de encurtidos y su carretón viejo con sus ruedas de bicicleta que curiosamente
me recuerda no sé qué objeto votivo de alguna edad pretérita.
El perro arroja
su conciencia de ser vivo calle abajo y se aviene a ocupar un lugar en mi
capricho. Lo sigo con la mirada. Lo ato al carretón de encurtidos y a sus
ruedas descomunales; obtengo el dios perro tirando del carro e imagino el
bronce, el oro, el hierro con los que construiré el objeto. Sobre el carromato
se yergue la lluvia bienhechora bajo forma de cuatro diosas que afianzan su
mirada mojada en otras tantas nubes fundamentales; o son cuatro vacas las
figuras que arrastra el animal miserable que ennoblezco fundiéndolo con metal
divino en mi mente infernal. Lo veo rodar calle abajo, hambriento, con su
delgadísima piel mortificada, lejos de
mi fantasía, hecho rastro confuso de
dolor de ser perro, de estar ahí respirando menos, viviendo menos, esperando
menos. Aullido de dientes, olores, ruidos, garrapatas, moscas, gusanos en su
interior; perro perdido en las diez mil ciudades donde nadie sabe si vive su
karma desgraciado o si la ciudad entera, con extraño flotante incluido, vive el
suyo en el nebuloso ladrido al final de esta cuesta, al final de la otra o de
la otra, y así hasta siete, que son siete las colinas de esta ciudad, enhebradas por la
aguja del secreto negro de los cuervos.
Ya no
está. La esquina lo absorbe y lo oculta; ha dejado de existir. El perro dios
que arrastraba su carroza de pedrerías ha durado el tiempo de doblar la esquina.
Y la deidad extinta se eleva en copos de una niebla que asciende fantasmagórica
desde la tierra asfaltada para perderse en un cielo urbano pesado y sin
promesas.
Finalmente veo la gran avenida de Mahatma
Gandhi, ondulándose eterna hacia el sur, y las jorobas grises del pavimento subiendo y bajando entre eclipses de lluvia,
cláxones y humo.