Aísha en Mumbai


   

    Mumbai puede ser una habitación sin ventanas, como de hotel barato; solo se abre al aire de no sé qué piso por medio de una puerta de madera repintada de negro brillante, con cerradura antigua y tan mal ajustada que deja entrar ambiguas claridades mezcladas a la blanda oscuridad de dentro;  promesas de un pasillo muy recto, no se sabe si ciego, pero hay olor a humo y a sábanas paradas. Paredes de cal húmeda; qué será este verde tenebroso que recubre lo que puede del blanco. Todos esos nombres a rayajos, heridos con punta de clavo; exangües, ya con alas de salitre, tanto tiempo tuviste para repetir tercamente lo de la soledad. Todos los nombres de mujer eran tuyos. Algunos furiosamente rayados y otros con números de niño. Hasta el techo rojo caliente de tu murmullo nocturno es un sinfín de garabatos, como si hubieras sido víctima de la enfebrecida incontinencia de caligrafiarte la piel con el borde afilado de la espera.


   La gema engastada en oro blanco que dejas en mi mano es un fresco óvalo adiamantado.  Resbalando sobre sus biselados,  (y cayendo dentro hacia el fondo de la piedra que no acaba nunca) se oyen pasos (de alguien alejándose por el pasillo), solapados por una tos aterciopelada, también de alguien.   No me había dado cuenta de la minúscula bombilla encendida ahí arriba tiñendo de ámbar triste la sombra rojinegra como un  ojo de pintor ya muerto.
 Cierro la palma de la mano sobre lo que me das con tu mirada de niña honesta.  Tus ojos me bastan para no dudar. Por qué sin ella. Probablemente es un diamante de verdad a juzgar por la importancia que adquiere la joya en esta lóbrega estancia.  No la quiero llevar mientras estoy contigo, Esa voz tan cauta, Como que bailas en ella, Y oigo en la tarima envejecida el peso de tus pies descalzos, Los labios juegan a esa probidad provisional que siempre cedes al morderme; desde el cabello ensortijado desciende mi puño  con  la alhaja dentro abriendo la casi (digo casi porque ya es mía)  tu blusa por el costado. Déjala en el suelo, dices: tu acento de sur cargado de olor a fuego y de piedra golpeada va desmayándose en gotones de plomo y de sudor sobre tu cadera. Déjala en el suelo, repites, la recojo luego, añades. Claro, quién puede acariciar una piel sin temor a perder el diamante que encierra en su mano. Me la dio el dios de los ojos saltones y colmillos de sable, me dijo: perderás tu cabeza si te entregas a otro llevando este regalo, y transformaré en humo a tu amante. Él nos ve siempre. 
Tú crees en dios. Hombre, —me contestas con un aro de risas cautas—cómo vas a ir por la vida sin los dioses;   y la palidez madura de la ínfima bujía del techo  resbala un instante por la piel interna de tus muslos.

   
   El aro de oro blanco bien sujeto al diamante espera debajo del jergón, sobre los anchos listones de madera pulida, entre las chanclas abandonadas y las nubecillas de pelusa y los ácaros. No duerme la gema. Es un ojo vidrioso y feroz que no pierde detalle de lo que pasa arriba, sobre el colchón relleno de pelo de cabra, como el marcador implacable de los alientos. 
Luego has bajado a saltos los escalones, ebria de vida me esperabas en cada descansillo, me mirabas desde abajo sacando la cabeza por el hueco de la escalera. Yo, que tengo cierta edad, bajaba despacio, pensando en el desayuno allí, frente a ti, en el centro del mar.


    Desde aquí se ve salir de la bruma el  millón de cubos de hormigón gris de Mumbai y sus cuadrículas de ventanas, y los tejados  incoloros y los áticos con sus tristes terrazas cada una con su depósito de agua y sus altares. Se adivinan de madrugada los húmedos azules y rojos de los pequeños dioses de la lluvia. Cuando salga el sol arderán como pepitas de oro las franjas amarillas y negras de los grandes dioses de la ira. Eso dices con tu acento del sur. Dices goletas de velas malvas porque es el momento perfecto para que aparezcan y tu dedo anular brilla y las señala. Nunca te había visto con ese vestido de flores locas estampadas sobre tantas semillas negras.

****