podría ser hoy cuando duermo despierto pensando en las raicillas de este
sueño que cuelga del calor; entra con la luz por la espada baja de la puerta
entreabierta; entra por mis ojos dormidos; cuelga mi sueño como un cielo sucio
de gotas dispuestas a caer sobre mi bulto; son dedos diamantes henchidos de las
reses brunas de Hassán; veo en cada gota un paisaje de cuernos, veo en cada
sueño las múltiples batallas de los ojos bovinos, su avance de pezuñas
tranquilas bajo el hangar del sol; sueño con sus miradas tiernas y negras, donde
el día se hunde sin poder salir nunca
de cada
raicilla de sur que pende de mi techo brota la misma cornamenta: en su centro
ceremonioso cabe Maravanthe entera; la
frente del buey es la frente de arena; su lomo adornado de heridas soporta las
cuatro esquinas del mundo y las ubres de las vacas lo contienen todo; y todo lo
lamen, mansos, los terneros
en cada
gota de mi sueño habita la misma geometría humana de Hassán: trazo exiguo,
moreno, vertical, como una delgada hierba oscura con brazos y piernas de
petroglifo armado de un palito fino; el calor desdobla esta silueta y la
evapora; para evitarlo el niño, casi desnudo, hace flamear sobre su cabeza
tostada un cuadrado de tela roja estampada con tortugas negras; en cada gota de
mi sueño veo la filigrana de sus brazos sostener perseverante la sombra de las
tortugas que la playa quema sin descanso
todo ello
zarpa del techo silencioso que pende, parado y pétreo, sobre el cuerpo que
busca a tientas ser al menos como el niño, dormir acurrucado en ecuaciones de
carbón antiguo, adherido a las paredes
diurnas de un territorio que yo pueda tocar con otros sentidos que no sean el
mantra falso de los dedos
se
desprende el mar en ondas de silencio, si es silencio esta reconciliación del
hombre con su tiniebla, si es silencio la terca simetría del agua hiriéndose de
sal desplomada seguida de otro intento de permanecer muda, desunida en su seno
para volver enhiesta y atravesada de luz y de esmeraldas y caer reventada e
incansable en los ojos arenosos de bueyes y tortugas
si es
silencio este cuerpo que así duerme, si es silencio afuera en girasoles ciegos
y arrozales que piensan acuarelas, entonces qué es esa mano de impalpable mujer
que me respira, la muchacha de conchas con su crecer de carne, con su nacer
elemental de línea entusiasmada, llamarada de rojo y azafrán de su cadera de
ídolo; su cabello callado de redondas estrellas
ayer supe
sus nombres de cera y de rocío, los nombres de sus labios que son todos los
nombres, sílabas que callaba, ayer supe sus ojos, pasos de tinta negra,
cascabel de tobillos y sus dientes de hierba, su esplendor inclinado, su
sonrisa de viento y su bolsa de plástico repleta de alimentos que le entrega la
arena
hoy me sueñan
sus manos debajo del asbesto, sus pendientes de tribu, su voz que ayer
significaba mundo, signo, danza, vientre, abalorios, hoy solo son sus dedos que
flotan como letras de geranios negros y nácares
abiertos
hundo la
mirada en el trazo de sol adherido sobre la madera seca de la puerta que juega
enamorado a detener el tiempo, hundo los ojos en esa isla geométrica y mate de
una luz que ciega; mis pupilas persiguen esas vetas diezmadas de infinito, y
leo los radios de las ruedas quemadas de mis pasos, la fábula de las fosas
nasales acechando la dilatación imperceptible del respiro, me leo a mí,
asombrado como una llama clara
la ínfima
porción de arena que percibo, el sello de la playa que me espera afuera, que es
semilla de llanura errante, de impalpable vagar y vagar por su relámpago
afuera
están muriéndose los dioses que lo nombraron todo, se mueren absorbiendo todos
aquellos signos de la vida: mi brazo derecho inmóvil sobre el pantalón
arrugado desfigurando el muslo; cada
arruga dura esconde un dios muriendo; el sudor de la nuca en la almohada
mugrienta exhala palomas que acechan unas manos maduras que no saben ser aire
los pies que
duermen, tan extraños a su perpleja finalidad de recorrerme; la honda burbuja
del vientre y su temor dócil
ahí afuera
de la puerta mueren ahítos todos los
dioses de saberse inventores de todo lo que existe, ahogados de contenerlo todo
en sus colores y estridencias, de oír en cada una de las moscas la oración de
los lodos; y en sus muertes cruzan el tiemblo de los tambores blandos y el
chirriar de trompetas y abluciones de agua negra, hasta que el día deja de
latir estrellado en la puerta
la flor roja
en su ausencia; el tejido enmarañado de ramaje seco que adelgaza el aire áspero
que la envuelve; las raíces revueltas, detenidas, que sostienen su luz; la
costra quebradiza disolviéndose al sol que vuelve en un bucle de llama sobre
sus pétalos; los pasos intermitentes del insecto negro como un abrazo de metal
punzado
la flor roja
ausente, el mineral alado de mi sombra para diezmar los ojos, orificios de
flauta que surgen en la certeza de este resistir de la mirada
Hassán, el
niño que tiembla en las capas del calor que sostengo en los párpados, guía la
mancha voluminosa del búfalo sujeto por el hocico; el animal aplasta su
cabeza, dócil ante el hipnótico existir
del amo, y su alma sigue pacífica,
enhebrada al cordel flojo y la mano del
niño, y fluctúa en una mansedumbre negra justo debajo del sol, con una leve oscilación de
sus cuernos monstruosos; el pincel hirsuto de su órgano genital cabecea y
hiende el aire, amoroso y muerto
Hassán me saluda, pétreo como carbón húmedo, a
través de la imposible luz múltiple; mi brazo alzado se extravía a su vez sobre el cielo
del niño ausente; soy yo el espejismo que la playa aletea para sus ojos