Maravanthe (3) Karnataka, India



     



       podría ser hoy cuando duermo despierto pensando en las raicillas de este sueño que cuelga del calor; entra con la luz por la espada baja de la puerta entreabierta; entra por mis ojos dormidos; cuelga mi sueño como un cielo sucio de gotas dispuestas a caer sobre mi bulto; son dedos diamantes henchidos de las reses brunas de Hassán; veo en cada gota un paisaje de cuernos, veo en cada sueño las múltiples batallas de los ojos bovinos, su avance de pezuñas tranquilas bajo el hangar del sol; sueño con sus miradas tiernas y negras, donde el día se hunde sin poder salir nunca

      de cada raicilla de sur que pende de mi techo brota la misma cornamenta: en su centro ceremonioso cabe Maravanthe entera; la frente del buey es la frente de arena; su lomo adornado de heridas soporta las cuatro esquinas del mundo y las ubres de las vacas lo contienen todo; y todo lo lamen, mansos, los terneros

       en cada gota de mi sueño habita la misma geometría humana de Hassán: trazo exiguo, moreno, vertical, como una delgada hierba oscura con brazos y piernas de petroglifo armado de un palito fino; el calor desdobla esta silueta y la evapora; para evitarlo el niño, casi desnudo, hace flamear sobre su cabeza tostada un cuadrado de tela roja estampada con tortugas negras; en cada gota de mi sueño veo la filigrana de sus brazos sostener perseverante la sombra de las tortugas que la playa quema sin descanso

   todo ello zarpa del techo silencioso que pende, parado y pétreo, sobre el cuerpo que busca a tientas ser al menos como el niño, dormir acurrucado en ecuaciones de carbón antiguo, adherido a las  paredes diurnas de un territorio que yo pueda tocar con otros sentidos que no sean el mantra falso de los dedos

   se desprende el mar en ondas de silencio, si es silencio esta reconciliación del hombre con su tiniebla, si es silencio la terca simetría del agua hiriéndose de sal desplomada seguida de otro intento de permanecer muda, desunida en su seno para volver enhiesta y atravesada de luz y de esmeraldas y caer reventada e incansable en los ojos arenosos de bueyes y tortugas

   si es silencio este cuerpo que así duerme, si es silencio afuera en girasoles ciegos y arrozales que piensan acuarelas, entonces qué es esa mano de impalpable mujer que me respira, la muchacha de conchas con su crecer de carne, con su nacer elemental de línea entusiasmada, llamarada de rojo y azafrán de su cadera de ídolo; su cabello callado de redondas estrellas

   ayer supe sus nombres de cera y de rocío, los nombres de sus labios que son todos los nombres, sílabas que callaba, ayer supe sus ojos, pasos de tinta negra, cascabel de tobillos y sus dientes de hierba, su esplendor inclinado, su sonrisa de viento y su bolsa de plástico repleta de alimentos que le entrega la arena

 hoy me sueñan sus manos debajo del asbesto, sus pendientes de tribu, su voz que ayer significaba mundo, signo, danza, vientre, abalorios, hoy solo son sus dedos que flotan como letras de geranios negros y nácares  abiertos

   hundo la mirada en el trazo de sol adherido sobre la madera seca de la puerta que juega enamorado a detener el tiempo, hundo los ojos en esa isla geométrica y mate de una luz que ciega; mis pupilas persiguen esas vetas diezmadas de infinito, y leo los radios de las ruedas quemadas de mis pasos, la fábula de las fosas nasales acechando la dilatación imperceptible del respiro, me leo a mí, asombrado como una llama clara 

   la ínfima porción de arena que percibo, el sello de la playa que me espera afuera, que es semilla de llanura errante, de impalpable vagar y vagar por su relámpago

    afuera están muriéndose los dioses que lo nombraron todo, se mueren absorbiendo todos aquellos signos de la vida: mi brazo derecho inmóvil sobre el pantalón arrugado  desfigurando el muslo; cada arruga dura esconde un dios muriendo; el sudor de la nuca en la almohada mugrienta exhala palomas que acechan unas manos maduras que no saben ser aire

 los pies que duermen, tan extraños a su perpleja finalidad de recorrerme; la honda burbuja del vientre y su temor dócil

  ahí afuera de la puerta  mueren ahítos todos los dioses de saberse inventores de todo lo que existe, ahogados de contenerlo todo en sus colores y estridencias, de oír en cada una de las moscas la oración de los lodos; y en sus muertes cruzan el tiemblo de los tambores blandos y el chirriar de trompetas y abluciones de agua negra, hasta que el día deja de latir estrellado en la puerta

  la flor roja en su ausencia; el tejido enmarañado de ramaje seco que adelgaza el aire áspero que la envuelve; las raíces revueltas, detenidas, que sostienen su luz; la costra quebradiza disolviéndose al sol que vuelve en un bucle de llama sobre sus pétalos; los pasos intermitentes del insecto negro como un abrazo de metal punzado

 la flor roja ausente, el mineral alado de mi sombra para diezmar los ojos, orificios de flauta que surgen en la certeza de este resistir de la mirada

 Hassán, el niño que tiembla en las capas del calor que sostengo en los párpados, guía la mancha voluminosa del búfalo sujeto por el hocico; el animal aplasta su cabeza,   dócil ante el hipnótico existir del amo,  y su alma sigue pacífica, enhebrada al  cordel flojo y la mano del niño, y fluctúa en una mansedumbre negra justo debajo del sol, con una leve oscilación de sus cuernos monstruosos; el pincel hirsuto de su órgano genital cabecea y hiende el aire, amoroso y muerto

Hassán me saluda, pétreo como carbón húmedo, a través de la imposible luz múltiple; mi brazo alzado se extravía a su vez sobre el cielo del niño ausente; soy yo el espejismo que la playa aletea para sus ojos