Thiruvananthapuram (2)




    

       
ojos que  miran atónitos los canales donde desaguan las acequias; decenas de manzanas de edificios sucios y medio arruinados, vivos, habitados, decenas de miles de personas que cagan y mean dentro y fuera de ellos; sueñan fuera y sueñan dentro; los arrugo mientras camino, los aplasto y quedan como cuentos adheridos a los muros minerales y a las moscas; devoro moscas de papel, papel de palabra, paredes de pensamiento con la meada aún fresca, perfectamente ajustada a dos palmos por arriba del ángulo recto que la acera ofrece a la mampostería, y aquí, perfectamente visible y olorosa,  la silueta de los pies de la costumbre orinada,  y allá la presencia volatilizada del meador trascendental que se dibuja aún sobre el muro hecho váter, figura hecha asana, alegoría de un paisaje hecho extravío de aguas renales, elefante de calma que se alivia
       toldos que fueron blancos exhiben sarpullidos de moho guardando la memoria de años de necesidad, urgencia, lluvia y gases; postes de madera colocados de forma caprichosa aguantan cabelleras caóticas de hilos telefónicos; en primer plano un murete reventado  impide que casi nadie caiga al canal que pasa por debajo cargado de aguas grises, espesas, donde yacen enormes bloques de hormigón tapizados por una gelatina gris mitad filamento mitad mucosidad en un seísmo de aromáticos lustres pegajosos.
 por el lado opuesto a Mahatma Gandhi Road, visito las inmediaciones del templo Ganapathi; fe y limpieza;  me toca el templo con  su tristeza secular de religión vieja pero verdadera; leo cloak room and pay toilet en un gran cartel blanquísimo en medio de la fachada este del templo, a la altura de la entrada, a la altura de los ojos, a la altura de las miradasdivinas
      varias decenas de peregrinos muy coloridos entran y salen del templo troncopiramidal; miles de fragmentos dorados revolotean vivos como pájaros inacabados al lado de vendedores limpios armados con imaginarios mecanismos religiosos que accionan como organillos; y en el aire, en ese aire se descomponen y recomponen diminutos espejismos que son medias alas, libélulas inacabadas, hojas que el viento no se llevó nunca, lágrimas que no tuvieron  necesidad de dolor alguno para derramarse, ínfimas lunas de pluma y azúcar, élitros separados de sus ángeles, sonidos como tortugas que mueven sus patas boca arriba 
    qué más; palabras también, que no encontraron su narrador, palabras que se revuelven contra el censo del símbolo, sonidos repetidos que pierden su genealogía y vuelan como armas o jaculatorias, mantras sin madre, sin religión ni dioses ni magia, palabras que se acometen y se fecundan, se insultan con ternura y se deshacen nada más ser miradas, brillos de ocaso hechos con palabras suicidadas, semillas vibrando en el colector nauseabundo de la santidad; cordones santos, moños, calderos de latón, afeites, evacuaciones, dientes, celofán y fuego; escupen, se limpian, anudan sus lunghis, los desanudan, cantan, andan desnudos, se sientan con una elegancia que envidio y que jamás será mía, beben sus cenizas; creen y dan el mundo por estable; eso también lo envidio
           las largas colas tenebrosas de hombres esperando el turno para adquirir una botella de alcohol en los establecimientos autorizados impresionan;  en ese instante uno percibe una neblina de desesperanza que sobrevuela esta ciudad; puede ser una sutil textura que la lluvia, que ha caído durante todo el día, haya dejado flotar clandestinamente en el aire; o tal vez algo más profundo que hace enfermar la luz humana a medida que en la atardecida sus destellos bañan de caos todos los  metales; sahumerios de humo y ruido
   una vez más una marchitada línea de sol  naranja mate curiosea infinitesimal y muere a través de los párpados horizontales de las nubes dejando una póstuma pulsación de oro decadente en los cristales de algún edificio y sobre las lunas de los coches perdidos entre rickshaws negros y amarillos;  Thiruvananthapuram bascula de la tarde a la noche como si le hubiesen volcado encima una descomunal piedra negra; las luces de los vehículos y de la publicidad se adueñan de la gran avenida con tanta dulzura como  de incertidumbre; ya no se oyen los grajos como a la mañana pero el claxon es todopoderoso y, para quien camina, las desigualdades de lo que deberían ser aceras peatonales se hacen demasiado evidentes con tan poca luz; trastabillo, parpadeo, me adapto a una noche  repentinamente poblada y viva; la tibieza del aire movido por los transeúntes me invita a quedarme en esta ciudad; me juego la vida atravesando el asfalto entre autobuses ardorosos; Trivandrum duele con olor de fritura y tengo hambre



Thiruvanantapuram (1) Trivandrum, Kerala



              


  
 
      A medida que camino voy tachando palabras. Una lluvia fina cae sobre Trivandrum y me va mojando el papel, lo deshace y lo veo trasformado en una nube de confetis donde se debaten las minúsculas partículas de mis pasos.
    Sobre toda la anchura de la ciudad hierve un cielo gris revuelto en el que se entreveran finas líneas de mármol rosa impoluto y quimérico. En realidad hace mucho calor. El suficiente como para no saber si mi camisa se pega a la espalda porque está mojada por el sudor de la mochila o simplemente porque la lluvia me va empapando. Como de golpe, en una pantomima general, han surgido los paraguas negros bajo los que se ocultan las mismas camisas, los mismos saris, los mismos vaqueros baratos o los pantalones oscuros bien planchados tan queridos por los keralitas urbanos. Otros viandantes se refugian bajo los aleros, corren de uno a otro o se apartan de la trayectoria de los vehículos que pasan sobre la calle embarrada.

   La  tremenda mole de la catedral blanca de Sant Joseph con su Jesús gigante y dorado que bendice con sus dos brazos alzados cada uno de mis pasos se refleja en  los charcos.  De los autobuses escolares que pasan repletos de niños,  una sola mirada brota asombrada y divertida desde una ventanilla: “he visto a un extraño, piensa el niño; un western multicolor; flotaba.”
   Muchos malayalís simplemente esperan cobijados donde pueden y cuando paso sin paraguas y sin prisa, con el cabello medio largo mojado y pegado al cráneo, me miran. Entonces me miro yo a través de tantos otros ojos, me sigo y me pierdo cruce tras cruce, asciendo—puesto que floto—y recorro algunas de las  colinas de la ciudad, y al subir y al bajar las cuestas aprendo que solo soy una página rota y mojada que se fragmenta; aprendo que estoy vivo cuando, sin detener mi paso, amarro los ojos a otros ojos, los deslizo con la dulzura de  un bienaventurado por las carrocerías lustrosas de los coches; estoy bien, mis chancletas de espuma a veces se quedan pegadas al pavimento, mis oídos ceden maravillados al estallido sonoro del tráfico, penetrado por todos los poros por esta urbe inundada bebo del agua de los charcos y canto por las pupilas porque me veo como un rumor que se recorre a sí mismo, hecho alegría y búsqueda de no sé qué lluvias tropicales. Aquí  tengo ese sueño, mi trópico, mi lluvia, mis pasos, mi imagen mojada que va perteneciendo a otras miradas, patrimonio de otras existencias; ahí, el que anda. ¿Lo ves? No se detiene. Es viento, oquedad de concha, tren que pasa, espumas que imagino. Mar que suena.
     En ese territorio inexplorado, ilegible e impreciso donde vibran  enamoradas y locas las moléculas de los  gases de escape, mis pasos me alejan de mí y me dejan un recuerdo de muros adornados por un sinfín de carteles de papel —muchos de  oportuna agitación política— que forman una incongruente amalgama de fábulas vivas y muertas, adheridas entre sí formando  espesos collages que son síntoma de una sociedad frenética pero pacífica y alerta. Llueve sobre todo esto, como si no hubiera cesado de llover nunca y cada rostro y cada afán fueran el producto de diferentes mohos y florecimientos extraños. Crece la ciudad  a pesar de sus calles que ya son riachuelos y lagunas de agua amarronada. Algunos vehículos levantan olas. La inclemencia del cielo me obliga a refugiarme en un sitio internet donde trato de no inundar los viejos equipos. Muchos han hecho igual y en la atmósfera lóbrega, de los nichos minúsculos de cada intimidad electrónica sube una emanación neblinosa y cálida que emborrona los rostros, todos  varones, silenciosos, ovinos.
   Tarda en cesar de llover, pero ya no se escucha el repiqueteo del chubasco sobre la techumbre.
   Salgo; aún truena.
   Vuelvo a flotar en esa tormenta que ya no me pertenece, recorro calles que fueron intentos de calles, recodos en los que pueden aparecer  otros intentos de recodos  llenos a su vez de ensayos de rostros que se borran y vuelven a rehacerse; reconstruyo la conciencia de ese perro de pelo blanco y escaso, mojado, esquelético, sucio y lleno de parásitos que cruza la calle hacia el hombre sentado con sus dos docenas de bocales de plástico llenos de encurtidos y su carretón viejo con sus ruedas de bicicleta que curiosamente me recuerda no sé qué objeto votivo de alguna edad pretérita. 
El perro arroja su conciencia de ser vivo calle abajo y se aviene a ocupar un lugar en mi capricho. Lo sigo con la mirada. Lo ato al carretón de encurtidos y a sus ruedas descomunales; obtengo el dios perro tirando del carro e imagino el bronce, el oro, el hierro con los que construiré el objeto. Sobre el carromato se yergue la lluvia bienhechora bajo forma de cuatro diosas que afianzan su mirada mojada en otras tantas nubes fundamentales; o son cuatro vacas las figuras que arrastra el animal miserable que ennoblezco fundiéndolo con metal divino en mi mente infernal. Lo veo rodar calle abajo, hambriento, con su delgadísima  piel mortificada, lejos de mi fantasía,  hecho rastro confuso de dolor de ser perro, de estar ahí respirando menos, viviendo menos, esperando menos. Aullido de dientes, olores, ruidos, garrapatas, moscas, gusanos en su interior; perro perdido en las diez mil ciudades donde nadie sabe si vive su karma desgraciado o si la ciudad entera, con extraño flotante incluido, vive el suyo en el nebuloso ladrido al final de esta cuesta, al final de la otra o de la otra, y así hasta siete, que son siete  las colinas de esta ciudad, enhebradas por la aguja del secreto negro de los cuervos.
    Ya no está. La esquina lo absorbe y lo oculta; ha dejado de existir. El perro dios que arrastraba su carroza de pedrerías ha durado el tiempo de doblar la esquina. Y la deidad extinta se eleva en copos de una niebla que asciende fantasmagórica desde la tierra asfaltada para perderse en un cielo urbano pesado y sin promesas.
   Finalmente veo la gran avenida de Mahatma Gandhi, ondulándose eterna hacia el sur, y las jorobas grises del pavimento subiendo y bajando entre eclipses de lluvia, cláxones  y humo.

Umbral de sombra. Backwaters, Kerala.

     


  
  
          traspaso el umbral de la sombra; sobre el último escalón de piedra, con los tobillos en el agua, una mujer joven vestida de rosa fulgurante y su reflejo desmenuzado se ocupan de la colada; los backwaters juegan con ella y la fragmentan en parpadeos  desordenados de colores; a través de ese espejo inquieto la joven me mira, desdibujada

     sentadas sobre el murete de piedra, a mi lado, dos niñas de unos ocho años, con uniforme azul y blanco, igualmente inconsistentes en su reflejo, terminan sus deberes escolares y se ríen de mí sin malicia; sus miradas, a la vez esquivas y traviesas, buscan conejos blancos y ratones apresurados en mi sombra que se va alargando sobre el camino que queda detrás;

   no he tomado ningún brebaje y mi sombra sigue creciendo; las suyas también, encendidas por un sol tierno y cálido que ya juega con los ecos del fuego detrás de la vegetación tropical, del otro lado del canal;

 las dos Alicias, ya más lejos, ríen a carcajadas, mirándome a hurtadillas, antes de perderse juntas bajo el bosquecillo de palmeras

    la mujer esparcida por los reflejos, después de rozarme con un reojo de timidez, también se aleja con su canasto de ropa húmeda sobre su cabeza en dirección contraria; devuelvo el reojo hacia su figura esbelta envidiando el rosa que la envuelve; la tarde cae con los grillos

   infinita, esa eternidad se me vacía sobre los hombros

         quédate

       la figura vertical e inmóvil permanece recortada durante la misma eternidad mirando el agua turbia; la figura observa todo desde su estatua; permanece ahí, pero sale de su sombra y se aleja flotando en los pestañeos dorados; ve su figura apacible salpicada de silencio, sentada ahora como un muñeco de bronce sobre las piedras calientes que guían un ramal interno del los backwaters:

    se miran

    la estatua del viajero y la sombra de la estatua; el humo callado del viajero y su reflejo, ahí, trizado en instantes de agua oscura

    la noche los cambia y los confunde

(una figura poco definida aparece arrastrando una bicicleta, cuando ya lo importante es solo el ruido de los pasos y el roce de las ruedas sobre el camino de tierra apisonada)
      

Ojos transparentes (Fort Kochi, Kerala)



            



         
           Mi sombra sobre la pared en ruina se desliza en el atardecer  entre calles  de lienzos de estuco envejecido;  las pupilas se infiltran  buscando los signos de la mar de luz que rompe azul en las escamas del  muro desconchado, aquí;  allí los ojos transparentes estiran el tiempo ocre callado en arritmias de cal sucia.  
 
          Recorriendo  estas marcas de declive y desperfecto de muchas casas, el visor de la cámara fotográfica absorbe como un alimento espiritual cada centímetro cuadrado del pasado; se detiene ante el escombro insumiso de una pequeña ventana: el ojo ve la pintura blanca cuarteada del único postigo, los ángulos alterados de su estructura, el abandono  del hueco que sirvió­­— ¿a quién?—para mirar la calle, y a ésta para mirar adentro.  Entonces, desde el encuadre, cierro el instante del cuadrado digital y de rebote veo mi  sombra como  reverso de lo que pretendo ver. Esa duda de mí retorna al espejismo que había presentido: eres desde lo que tú ves.

         Palpo la filigrana de mi silueta roja —que es como abrir otra ventana en destrucción constante subiendo hacia el visor— y  en ella reconozco mis desconchados urgentes: mi figura en la calle india de  Fort Kochi pegada como un cartel efímero, el fútil afán de evaluar lo real mediante  el artilugio electrónico, la insustancial apetencia de conservar el beso texturado de la confusión. 

  
         Estoy ciego; solo me puedo ver desde el alero donde el viento y la lluvia han acumulado en las tejas un silencioso pulso rojinegro. En la penumbra, bajo las  trabajadas vigas centenarias, sobresale una estrella judía que ya solo es yeso abandonado a la especia y  a la salazón.  Mientras el obturador confirma  imágenes otros tactos vienen a ayudar al invidente: cierto poste de cemento rotundamente inclinado al que aligeran anchos orificios en un campo de grises secos anuncia  números pincelados de aullidos amarillos. Delante de los celajes de  antigua tierra emborronada  figuras de color de bronce oscuro se agitan en torno a un gran camión multicolor que festeja a  Sarasvati, la divina esposa de Brahmma.

       Hombres  de sombra vieja bajo cargas pesadas almacenan como insectos los aromas penetrantes de otros ultramares; una hilera caminante de  grandes sacos llenos  de tesoros pulverulentos y especiados se pierde en la penumbra de una angosta callejuela. Nubecillas de  polvo  recogen  en  sus vuelos la mentira de la luz y espejean sobre tendones mudos, y el oído atento oye las señales roncas del vientre de los barcos.